Cúmulo de despropósitos en el adiós de Pesadilla en la cocina

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La Sexta estrena este miércoles, en prime time, la última entrega de esta temporada de Pesadilla en la cocina. En el último reto para Alberto Chicote, el dueño quería tener un restaurante refinado pero ahora sólo ofrece bocadillos de mala calidad, sándwiches resecos y una comida de espanto.
 
Así se resume la historia de Cristian, el propietario del restaurante Phoenix, en Elche, un peculiar italiano con grandes sueños que no llegan a cumplirse.

De montar una marisquería de nombre poco apropiado, pasó a darle un giro al negocio y convertirlo en una hamburguesería, bocatería y tapería que a juicio de Alberto tiene una de las cocinas de peor calidad que han pasado por Pesadilla en la cocina.

Hamburguesas sin apenas carne, complementos quemados y sin un atisbo de jugosidad. Sándwiches resecos peores que los de una merienda casera. Y unas raciones de comida congelada, aderezada con un kétchup y una mostaza de aterrador aspecto.

A la ínfima calidad gastronómica de la oferta del Phoenix se le suma una pareja de empleados jóvenes y algo deslenguados, que sufren y participan de los gritos constantes que entran y salen de la cocina y del exasperante carácter de un Cristian que golpea el mobiliario cuando se siente presionado.

Este es el ambiente en el que comen los pocos clientes que quedan, ya que la mayor parte no entra o no regresa debido a la mala calidad de la comida, a la desorganización, a los gritos y a los enormes tiempos de espera para el tipo de comida que se ofrece.

Una palabra que lo resume todo: seco

Cristian es un soñador frustrado. Siempre quiso regentar un restaurante refinado y lo intentó en Elche con El conejo rojo una marisquería de nombre no muy apropiado que se convirtió en un primer intento fallido.

Intentó ajustarse a lo que creía que la gente de la ciudad alicantina buscaba, cambió la oferta y el nombre e inauguró el Phoenix. Pero con sus sándwiches resecos, sus espantosas hamburguesas, sus perritos calientes de ínfima calidad y sus tapas congeladas, no lo está consiguiendo. Sin embargo, él sigue preguntándose por qué no entran clientes a su local.

El mobiliario del Phoenix no acompaña. Según Alberto Chicote una parte parece un disco-pub de pueblo de los años 70 y la otra un restaurante viejo de los años 40. Una combinación imposible a la que se suman unas mesas desgastadas y muy deslucidas que no invitan al sosiego.

Además, el inexperto equipo, lejos de mejorar la situación consigue descolocar a Cristian, un dueño exasperante, de carácter muy nervioso que saca de quicio a clientes, empleados y al mismo Alberto Chicote. El chef tiene un gran reto por delante si quiere conseguir que el Phoenix de un giro radical, que el dueño acepte sus errores, se centre y aprenda a manejar tanto a su negocio como a una plantilla con pocas ganas de aprender y sin ningún estímulo.
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